Parecía sencillo. Tenía frente a mí una estructura de unos 30 metros de altura llena de obstáculos como cuerdas flojas, tronquitos, mallas colgantes entre otros retos que a simple vista no se veían complejos. Estaba segura de que alcanzar la meta y completar las 29 estapas del parque de aventura del hotel Madaura, en Chinauta era pan comido.
Antes de empezar, el entrenador me entregó un casco de seguridad, un par de guantes y amarró a mi cadera un arnés de cintura. Yo seguía pensando que no era difícil. Una vez terminé de ponerme el equipo de seguridad, me dijo con voz de mando: “comienza el desafío”. Tres obstáculos más tarde no sentía la mitad de mi cuerpo y, paradójicamente, lo estaba disfrutando.
Cuando me propusieron escribir sobre el hotel Madaura me pregunté: ¿Un hotel de aventura? ¿qué tipo de aventura? Por pura curiosidad acepté el ofrecimiento. Resultó ser un lugar en el que los árboles, el sol, las montañas y las ganas por hacer algo distinto cobran vida. Es uno de los proyectos que hacen parte de la Fundación de Madres Agustinas Misioneras quienes manejan programas sociales a beneficio de madres cabeza de hogar, niños en estado de abandono y cuidado del adulto mayor que no tiene familia. Aparte de su objetivo turístico, el hotel busca abastecer las necesidades económicas de las obras sociales de las misioneras y crear un nuevo modelo de turismo que involucre la aventura extrema.
El parque de aventuras, construido hace seis años por la compañía Saltamontes Outdoors, tiene una altura de 50 metros y consiste en 29 retos que debe superar el que comienza: puentes (colgante y tibetano), vigas de equilibrio, columpios de troncos, cuerdas flojas, mallas colgantes, montaña rusa, pasos de nudos, parejas, tronquitos, balancines, abrazo de troncos, muro de escalar, rappel y tiro de línea de 25 metros de altura.
El parque cuenta con entrenadores (licenciados en Educación Física) en cada esquina de la estructura que vigilan la secuencia de retos para garantizar la seguridad de los participantes, lo que me hizo sentir mucho más tranquila en el recorrido.
La primera parada era sencilla: caminar sobre una secuencia de troncos de madera puestos a 50 centímetros de distancia el uno del otro que daban al vacío. A esta le siguió una serie de tubos resbaladizos. Todas las pruebas tenían una distancia de 8 a 9 metros con respecto al reto siguiente. Las manos me sudaban. Sentía tensión en los músculos de mis brazos y mi equilibrio fue la gran hazaña de la tarde. Cada prueba era más dura que la anterior y el cuerpo parecía acostumbrarse a tener un obstáculo mayor.
Me colgaba y descolgaba de cuerdas. Mis piernas se deslizaban entre troncos que se movían y el peso de mi cuerpo iba de derecha a izquierda en la medida en que fuese rápido o lento el movimiento. Había pasado media hora y yo había llegado al reto 16. Debía atravesar una malla colgante que tenía espacios amplios y corría el riesgo de caerme en medio de ellos. La distancia de 8 metros parecía de 20 y mis manos colgaban únicamente de la cuerda de seguridad. De repente mis piernas perdieron el control y caí en uno de los huecos pero rápidamente logré retomar la fuerza de mis brazos y subí de nuevo. Sentía el calor en mis mejillas y sonreía.
Ronald Rodríguez, uno de los entrenadores, me pidió que bajara para la siguiente tanda del recorrido. Había un muro de escalar que tenía 8 metros de altura. En ese momento recordé que lo máximo que había escalado en mi vida y con equipo especial, había sido un muro que tuve en una fiesta de cumpleaños a los 10 años del que me caí. ¡No había posibilidad alguna de que lo lograra! Sin embargo, la adrenalina habló más fuerte que el miedo y asumí la escalada como si nada. Me aseguré el arnés, sujeté fuertemente la cuerda y comencé a escalar. Con cada paso que daba yo sólo pensaba en el próximo escalón que se hacía imaginario cada vez que miraba hacia arriba y sentía que no daba más.
El último reto fue divertido y sencillo: dejarme ir por una cuerda de 35 metros amarrada al arnés. Por fin mis brazos y piernas estaban en paz.
Pero apenas empecé a relajarme y a pensar que había completado la aventura, descubrí que todavía faltaba una parte importante del recorrido: la sección de aventura extrema, que comienza con un puente colgante de 120 metros.
Aventura extrema tiene seis retos: puentes colgante y tibetano, cuerda floja, balancín horizontal y dos tiro líneas de 120 metros cada una. En esta parte del trayecto, a la adrenalina de los ejercicios se sumó la belleza del paisaje. Colgada a más de 30 metros de altura, tenía enfrente la majestuosidad del cerro del Quinini (ubicado en el municipio del Tibacuy).
La sensación de estar colgada de una cuerda que daba al vacío de la montaña imponente es fascinante. Sabía que al caer el único riesgo era el vértigo, pero ahí estaba la emoción. Imaginaba alguna aventura en una selva profunda y que no había arnés ni cuerdas de donde sujetar. Aún con los brazos dormidos de la tensión por cada fuerza que hacía, culminé el recorrido. 120 metros de vista a las montañas y el aire fresco sobre mi cara.
La costumbre de muchos turistas (me incluyo) que buscan llegar a un hotel para descansar, disfrutar de una piscina y comer delicioso es uno de los mejores placeres de la vida. Pero ir de vacaciones y tener la alternativa de vivir un momento extremo dentro del mismo lugar, es algo novedoso, muy especial. Como salir a la selva y atravesar obstáculos que son un reto para llegar de nuevo a la civilización y poder tomar un vaso de agua con hielo, darse una ducha o quizás algún chapuzón en la piscina. Lo había logrado y eso me daba fuerzas para continuar. El dolor de mi cuerpo era un dolor bueno, prueba de una tenacidad que no conocía. Valió la pena vivirlo.
Hotel Madaura